Y otra reseña más sobre Brooklyn en blanco y negro, de Hilario Barrero. Esta vez nos la brinda Manuel Simón Viola Morato, a quien le agradecemos el gesto siempre necesario de la reseña para el autor y para la editorial:
Nacido en Toledo en 1948, Hilario Barrero vive en Nueva York desde 1978, en cuya universidad se doctoró con una tesis sobre Félix Urabayen y en donde en la actualidad da clases de literatura. Autor de un libro de poemas, In tempori belli (1999, premio de poesía “Gastón Baquero”), ha publicado hasta ahora, además de numerosas traducciones de poetas americanos (De otra manera de Jane Kenyon, Delicias y sombras de Ted Kooser, El amante de Italia de Henry James…), un libro de relatos, Un cierto olor a azufre (2009), y los diarios Las estaciones del día (2003), De amores y temores (2005), Días de Brooklyn (2007) y Dirección Brooklyn (2009), todos ellos en la editorial asturiana Llibros del pexe.
Brooklyn en blanco y negro, el libro que ahora publica la editorial asturiana Universos, es una continuación del diario anterior que incorpora, como aquel, entradas de dos años, 2008 y 2009, lo que viene a constatar que nos hallamos ante una obra similar en su estructura y distinta por su contenido, como la vida que la habita, previsible y siempre imprevista en sus detalles.
Como en diarios anteriores, la mayor parte de las entradas recoge la vida cotidiana en su entorno más próximo que pasará al título del libro, el barrio de Brooklyn, una de esa ciudad de ciudades que compone Nueva York, la “marimacho de las uñas sucias”, según Juan Ramón. Junto con Toledo y Barcelona, constituyen, según afirma el escritor en el arranque del diario, las tres “ventanas” desde las que ha contemplado la realidad este profesor que ha encontrado en la escritura (en la poesía, en la prosa, en la traducción) su más profunda razón de ser.
Dotado de unas singulares dotes de observador, Hilario Barrero nos lleva por los parques, calles y avenidas de una ciudad que las distintas horas del día y las estaciones del año convierten en un paisaje urbano siempre nuevo contemplado a la luz implacable de inviernos o veranos, a la esplendente claridad esperanzada de la primavera o a los sutiles tonos del otoño. Y así, por ejemplo, podemos leer cómo tras el paso de un huracán que limpia la ciudad con su aliento de cíclope “Hanna se llevó los caballos perdidos de la noche y trajo esta luz y llenó las papeleras de paraguas destripados, asomando sus esqueletos entre la tela desgarrada y trajo un edredón de hojas amarillas que ha ido dejando en partes donde crece la hierba y alos pies de algunos árboles” [140]
Tal vez los juicios más negativos provengan del ámbito académico pues aunque impartir clases no deja de ser una tarea gratificante, la burocracia, como sucede en España, ha convertido la enseñanza en una rutina tediosa de reuniones repetidas e ineficaces en departamentos sometidos periódicamente a unas elecciones que enrarecen la relación y dividen los equipos académicos en bandos que se miran de soslayo.
En este entorno también hay, claro, realidades “blancas”: conciertos y óperas, amigos y visitantes, museos y librerías de fondo en las que escudriñar en busca del hallazgo insólito, o los vecinos entrañables, como Estelle, la anciana luchadora progresista que se enfrenta a la muerte con la misma entereza y rebeldía con la afrentó todas sus batallas políticas. Esta ciudad, que le enseñó “sus dientes de loba y sus garras de perra rabiosa”, es, de otro lado, el territorio de los solitarios, de los supervivientes en un paisaje de derrotados, del disparatado amor a los animales de compañía, de los seres solitarios que habitan los cafés como si posaran para un cuadro de Hopper.
Las transformaciones cíclicas de la naturaleza, los cambios en la ciudad, la pérdida de los amigos van impregnándolo todo con una sensación de declive, de merma física, de acabamiento que anuncia la presencia insidiosa de la muerte, y en efecto esta acudirá puntual a su cita con el fallecimiento de la madre, doloroso como una amputación, o la desaparición de la vieja luchadora cascarrabias. Los viajes a Asturias, Toledo y Portugal suelen despertar asimismo el recuerdo del pasado, de otros viajes anteriores, y, por ello, se viven con el desasosiego de encontrar los mismos rincones cambiados en experiencias que acompasan otros cambios y pérdidas íntimos.
Escritos desde un enfoque “machadiano” con el propósito de captar instantes fugaces antes de que se pierdan en el olvido, estos textos exhiben una prosa precisa, cuidadosa en los detalles, que en ocasiones alcanza la gracia metafórica de una greguería: “El faro azul y blanco se recorta garboso en un cielo gris que, de pronto, desprende una tormenta provocativa que deja el pavimento acharolado, un espejo donde las tres palmeras que hacen guardia a la entrada del faro se curvan un poco para mirarse en él”.
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